“In a church… a man decides after seventy years,
That what he goes there for, is to unlock the door.
While those around him criticize and sleep
And through a fractal on a breaking wall,
I see you my friend, and touch your face again.
Miracles will happen as we trip.
But we're never gonna survive, unless...
We get a little crazy "
Tomado de “Crazy” canción interpretada por Seal
A continuación les presentamos la segunda parte de la carta abierta publicada en el número 28 de “Así es la vida” en junio de 2005:
Nos habíamos quedado en que el Fede había decidido intentar lo imposible. Siendo hombre de pluma y no de espada, comenzó por inscribirse al club de oratoria. Solución que yo, tontamente, apoyé. ¡Qué locura! Igual hubiera sido mejor que se pusiera a jugar a la ruleta rusa. Lo único que consiguió fue añadirle a su problema de autoestima. Tanto que mi hermano mayor, Armando, se dio cuenta.
Alguna fibra sensible le debe haber removido el ver a ese chico flaco y desangelado hecho un moco después de cada sesión del club. Medio en broma, medio enserio, me pregunto que había poseído al Fede para meterse en camisa de once varas. –Es muy tímido como para ser un buen orador,- me dijo.
Yo busqué la manera de responderle, sin meterme en el asunto de la predestinación gloriosa, mi hermano nunca ha sentido el menor interés por las metafísicas. Al no ocurrírseme nada mejor, terminé por contarle lo de Cecilia con todo y la anécdota del Cyrano.
Armando tenía entonces diecisiete años, y, en la medida en que eso es posible a esa edad, era un hombre de mundo, así que, con un leve asentimiento de cabeza dijo: -¡Ah vaya!-
Ahora mi hermano es detective, pero ya desde niño era uno de esos émulos de Sherlock Holmes que no necesitan polígrafos para saber cuando alguien les miente, y que donde ponen el ojo ponen la bala cuando se trata de develar la condición humana. No me extraña que hiciera un diagnóstico más acertado de la situación del que podíamos haber hecho el Fede o yo. Había visto a la Ceci, que por cierto tenía catorce años, mirarles de reojo las nalgas a los chicos del equipo de futbol en las prácticas. Y le quedó claro que no era el tipo de mujer a la que impresiona el ingenio. Era obvio que el Christian que la consiguiera debería tener otras cualidades. En un gesto inesperado de solidaridad masculina, decidió llevarse al Fede a una de sus clases de Taekwondo.
A mí eso me encabronó. Yo ya tenía que lidiar todos los días con seis brutos que creían que las cosas se resuelven mejor a golpes, y la masculinidad más sutil del Fede me resultaba un contraste refrescante.
Enfrentado con mi ceño fruncido, Armando me explico: -Lo primero que necesita es adquirir confianza en sí mismo. Lo demás se va dando solito.-
Bendito sea el Señor que no alcance a comprender que –o mejor dicho quien- era la que se suponía iba terminar dándolas solita. Mi inocencia me protegió de reconocer la profundidad de la traición (involuntaria) de mi Caín. Enfocada solamente en la idea de aumentar la elocuencia de Federico, alcé una ceja escéptica y dije: -¿Y dándole madrazos a la gente es como la va adquirir?-
Armando era menos bruto que la mayoría de mis hermanos respecto a mí, pero sólo por poco, o si no se hubiera dado cuenta que su hermanita bebía los vientos por su amigo. O quizá, como suele ocurrir, a pesar su conocimiento de las debilidades humanas, la gente cercana a él resulta ser su punto ciego. Sin entender porque estaba yo tan cabreada, me respondió molesto: -El Taekwondo no se trata de dar madrazos. La base es una compleja filosofía oriental de autodominio…-
Se interrumpió al ver mi ceja arquearse en un ángulo todavía más pronunciado.
-¿Quieres que le pida a la abue que te ponga al Karate Kid?-
Aquello fue una amenaza de lo más que efectiva. Las interminables sesiones de consejos por Proxy de mi abuela habían terminado por generarme una cinefobia insuperable. Hasta la tele me daba mareo si la veía por más de una hora.
-No es necesario. Le daré a tu método el beneficio de la duda. Por ahora…- sentencié ominosa.
Pero en puras habladas quedó mi amenaza, porque después de esa primera clase resultó evidente que si bien el alma del Fede estaba hecha para ejercicios más sutiles, su cuerpo había sido dotado de una habilidad asombrosa para hacer daño a sus semejantes.
Después de verlo hacer papilla con un par de patadas bien puestas un mocoso cinta marrón que había tratado de pasarse de listo; el maestro de Armando decidió que no podía, en buena conciencia, dejar a esa fiera suelta por el mundo sin darle por lo menos una barnizadita de la “compleja filosofía oriental de autodominio,” que se supone era la base de los karatazos.
Y si el susodicho maestro hubiera tenido algo más que ofrecerle, a parte de frases mensas de las que uno puede encontrar en las galletas de la fortuna, quizá el bla-bla-bla le hubiera servido de algo a Federico.
Pero no, lo más en limpio que sacó el Fede de esa experiencia, y lo que le hizo volver, fue algo que le dijo el maestro, mirándolo de reojo y orando por dentro que el chamaco del infierno no quisiera volver a presentarse a la clase: -Acuérdate, Federico, que tú eres el enemigo a vencer.-
Después de ver de lo que era capaz, el maestro se sintió aterrado. Y sin saber que más decirle, se había sacado el refrán de una peli de Kung-Fu. Pero en el caso de Federico esa frase, dicha al buen tun-tun, no sólo resultaba rigurosamente cierta, sino que tenía regusto a profecía. Él – o mejor dicho esos cinco segundos de bloqueo mental- eran y serían siempre sus peores enemigos.
No sé como decidió que el mejor camino para derrotarlos eran los karatazos. Eso habría que preguntárselo a él, y ahora está muerto. Pero, como fuera que llegara a esa conclusión, la realidad es que se dedico a perfeccionar las artes marciales con el fanatismo del converso. El Taekwando no fue más que el principio, se que incursionó en algunas más, pero no le veo el caso a hacer la lista. Y también sé que el temor inicial de aquel maestro terminó por convertirse en morbosa fascinación, para ver hasta donde podía llegar aquel monstruo en el arte de dar patadas y puñetazos.
Armando me contó, hace unos días, tomándose un café en mi cocina, como él mismo había atestiguado con una mezcla de horror y curiosidad malsana la macabra danza en la que transformaba las peleas el que alguna vez fuera mi amigo. Porque para cuando cumplimos veinte años, Federico era ya, literalmente, una máquina asesina.
Hay tantas cosas que podría decirles para llenar páginas. Como que el subterfugio de Armando funcionó, que si el Fede hubiera querido, hubiera podido tener a Cecilia y veinte más como ella. Pero que él, nunca se dio o nunca quiso darse por enterado. Para él las artes marciales habían comenzado como un medio, y se convirtieron en un fin.
Podría también intentar una apología. Decirles que no hubo manera de que él o yo nos diéramos cuenta de la fatalidad que se le venía encima, hasta que fue ya demasiado tarde. En fin, esta historia está prolongándose demasiado. Vayamos al grano.
Para cuando entramos en la universidad yo ya había comenzado a distanciarme de Federico. La transformación física que había sufrido me resultaba repelente. A tanto querer dejar la imagen de su niñez atrás, hasta se había hecho operar los ojos. Llevaba el pelo pulcramente atado en una coleta. Y el torso y los brazos musculosos embutidos en camisetas negras. Ni su madre lo hubiera reconocido.
No puedo atestiguar hasta que punto había llegado la transformación espiritual que le permitió convertirse posteriormente en El Lobo Nasser, ese temido sicario cuyo nombre conjuraba muerte. Con toda sinceridad, lo ignoro. Cuando la cosa explotó, él y yo ya no éramos amigos.
Su obsesión con los cinco segundos acabó por convertirlo en un extraño para mí. Al principio intenté superar su aparente indiferencia por cualquier cosa que no le ayudase en su cruzada. Pero incluso yo tuve que rendirme a la evidencia cuando, a pesar del interés manifiesto que Cecilia tenía en su primo, aquel se consiguió a la Maruja.
Maruja era lo que mis hermanos llamaban una “novia” de entrenamiento. Por lo menos en mi presencia. A partir de que en casa se dieron cuenta de mi género, a mis hermanos les habían surgido toda una serie de consideraciones mafufas para con mi “sensibilidad femenina”. A pesar del eufemismo, yo sabía quien era la Maruja. Una de esas chicas facilotas hasta decir basta, que se pasan de mano en mano en la Uni, y que forman parte de esas experiencias de aprendizaje vital necesarias para algunos chicos. El Fede era la última persona que hubiera caído en garras de la Maruja. Pero a Federico Nasser y su nuevo círculo de amistades, les quedaba que ni pintada la putilla.
¡Chingá! Que esa no era una novia de las de manita sudada me quedaba claro. Estaba en el segundo semestre de química, así que el método científico seguía siendo mi medida del mundo. Había que rendirse a la evidencia. Sir Galahad ya no era puro. Aquello me rompió el corazón. Cosa difícil de justificar de cara al burladero, habida cuenta de que en los últimos dos años apenas si había cruzado palabra con él.
La verdad es que estaba destrozada. No creo que el que hubiera andado con Cecilia pudiera sentarme peor que aquello de andar con la piruja. Gracias a mi abuelo, no creo en ahogar las penas en alcohol. Así que en lugar de darme a la bebida, me di a Mauricio. Un tipo que me pretendía, del que todo mundo opinaba era un partidazo, y al que yo apenas recuerdo, salvo por un detalle: Era uña y mugre del Richard, el novio que Ceci se consiguió por despecho después de que el Fede le diera el esquinazo.
El tal Richard era un mamón que se creía un regalo de dios al mundo, y al que yo sólo lograba tolerar gracias al severo entumecimiento de mi alma durante aquellos años. La gente que me recuerda de aquella época dice que yo era gótica o nerd, porque la gente necesita etiquetas para explicarse al mundo. La verdad es que yo estaba muy deprimida. Si me vestía de negro, era porque andaba de luto por un ideal. Y si andaba con la nariz permanentemente enterrada en un libro, no era por afanes de erudición, era porque mirar lo que pasaba allá afuera, en el mundo real, me hubiera dado la puntilla.
Para mi desgracia, el Richard era el macho alfa del grupo al que pertenecía Mauricio. Ricardito era un idiota que escupía tópicos con velocidad de metralleta, y al que había que reírle sus gracias, si no, se ofendía. Yo no estaba en condiciones de sonreír, ni siquiera ante cosas verdaderamente graciosas. Además su alharaca me atacaba los nervios, en un par de ocasiones le di unos buenos bofetones verbales, nomás para callarlo.
Lo lógico es que Mauricio hubiera tomado partido por su amigote, sentía una admiración malsana por el Richard. Pero el tipo también debe haber tenido alguna fijación necrófila, porque, a pesar de mi absoluta indiferencia para con él, y mi desprecio por su amigo, nunca me mandó a la chingada.
Como no podía deshacerse de mí sin prescindir también de uno de sus más fieles admiradores, el Richard se tomo un interés personal en mi caso. Cada vez que me veía llegar del brazo de Mau, me sonreía socarronamente y decía: -A ver si ahora si logro arrancarle una sonrisa, señora.-
Mauricio no debe haber sido el caballero que pretendía ser si es que le andaba contando detalles de nuestra relación al tal Richard. Porque el tipo comenzó a decirme señora justo después de que el Mau me encamara. Seguro lo hacía para molestarme. A mí aquello no podía importarme menos. Lo que no sé es porque no se daba cuenta que primero se congelaba el infierno antes que él, o alguna de sus estupideces, me hiciera sonreír. Quizá tenía algo de sádico, lo de arrancar la sonrisa no era ningún eufemismo. Lo que me hacía bien podía considerarse una tortura. Para saberlo había que verme retorcer entre los principios de buena educación recibidos de mi abuela, y las ganas de aplastar al tipejo, como la cucaracha que era.
La noche de su compromiso con Cecilia fue especialmente extenuante. Yo no había querido ir. Sabía que aquel restaurante era la guarida habitual del Fede y sus amigos. La idea de topármelo junto con la Maruja era más de lo que podía soportar. Como es comprensible, cuando Mauricio me llevó casi a rastras a la fiestecita, iba más “feliz” que unas pascuas.
El Fede y la Maruja estaban efectivamente ahí. Y el Richard se pulió. Darle evasivas corteses al mamón mientras trataba de ignorar lo que sucedía en la mesa de a lado, hubiera puesto a prueba la paciencia de un santo. Yo, no lo soy. Hubo un punto en el que, mirando la mano de Federico subir y bajar por la pierna de Maruja a través del espejo de la barra, no pude contener un sollozo. Por coincidencia ese fue también el mismo instante en el que el Richard me hacía objeto de alguna de sus bromitas. No recuerdo ni que me habrá dicho.
Lo que sí escuché fue su resoplido despectivo: -¡Pero vamos, señora! No tiene porque tomarse las cosas así. Fue una broma. Sólo estoy tratando de hacerla sonreír.-
Aquello me colmó el plato. Mirando fijamente al mequetrefe le dije: -¿Pues qué es usted payaso? ¿Qué tanta necesidad tiene de que se rían de usted, señor?-
El Richard palideció. Alrededor de nosotros se hizo un silencio de muerte. Mauricio me miraba transfigurado. Y Cecilia movía la cabeza de lado a lado, como si no pudiera creer lo que estaba pasando. Eso no se le hace a una novia en el día de su compromiso. Me sentí rata. Cogiendo mi suéter y mi bolso me paré de la mesa. Musité una disculpa: -Lo siento, Ceci, no sé que me pasa. Mejor me voy.-
Comenzaba a dirigirme hacia la puerta cuando El Richard me agarró del brazo, y con un gruñido ordenó: -Vuelve a la mesa, estás haciendo una escena.-
-Vete al diablo, idiota,- se me salió sin pensar, mientras forcejeaba para liberarme de sus zarpas.
Habíamos pasado al tuteó sin ningún intermedio. El cuate estaba rojo como un demonio y temblaba como las vías del metro antes de que llegue el tren. No sé que hubiera pasado, si en ese instante el Fede no se hubiera acercado a nosotros. Con una voz tan dulce que me recordó cuando éramos niños, preguntó: -¿Te está molestando este tipo, Mimí?-
Me llamo Miriam. Mis hermanos siempre me dijeron Mim, por la bruja que sale en una peli de Disney. Para suavizarlo el Fede comenzó a decirme Mimí. Que usara ese apodo cariñoso, así, tan naturalmente, después de dos años de ignorarme, se sintió como si me hubiera abofeteado. Sólo alcancé a cubrirme el rostro con ambas manos antes de empezar a llorar.
El Richard dijo algo que no logré a escuchar. Por la cara que puso, supe en mi fuero interno que Federico no sería capaz de responderle. Por lo menos no en los próximos cinco segundos. Y entonces empezó el conteo mental: -Un Mississippi. Dos Mississippis. Tres Mississipis…-
Fue ahí que el Richard y sus perros soltaron la carcajada. Y ese es, en lo que a mí concierne, el final de la historia. No recuerdo nada de lo que sucedió después. Se ha borrado de mi mente, y doy gracias por ello. Si alguien siente algún morbo por averiguar si el Lobo de veras era capaz de matar a alguien con sus propias manos, que lea las averiguaciones previas que se hicieron respecto al asesinato de Ricardo Galván y Mauricio Herrera.
Y si alguno quiere repasar todos los detalles de la historia que han llevado y traído los medios durante este circo, puede también remitirse a los hechos. Esos que, como bien dice Borges, no nos explican. Yo no siento ninguna necesidad de justificarme ante nadie. Quienes pudieran exigirme alguna explicación –mi marido y mis hijas- no lo han hecho.
Cuando me invitaron a dar mi versión, dejé claro desde un principio que no tenía ninguna intención de dar pábulo a las habladurías. Tampoco es mi intención repetir lo que es del dominio público.
Esto no es un relato novelado. No voy a especular sobre lo que sucedió con Federico durante su estancia en la cárcel. Esos años en que estuvo preso, yo me fui del país. Estuve con mi tía de Dallas. Tomar distancia fue lo que recomendaron los médicos para luchar contra la depresión clínica y la anorexia nerviosa que me diagnosticaron.
Sí, tengo una tía en Dallas, eso es real. Lo que nunca lo fue es lo que se sugiere en esas coplillas infames que han circulado por ahí con el nombre del “Corrido del narco enamorado”. Piensen ustedes lo que quieran, pero yo me quedo con la conciencia tranquila de que a Dallas nunca fui a “dalas”. Que justamente ahí fuera donde el Lobo Nasser terminó su “entrenamiento” como asesino es pura casualidad.
Ni antes ni después de mi regreso al país tuve contacto con él. Estuve muy ocupada tratando de averiguar que iba a hacer con el resto de mi vida. Como suele suceder, las cosas se fueron acomodando solas. Terminé mi carrera, me casé, tuve a mis hijas. Y, crea lo que crea la gente, no volví a pensar en Federico hasta hace un par de meses, cuando nuestros caminos se cruzaron otra vez, por obra de mi hermano Armando.
El encuentro entre Armando y Federico se dio en las peores circunstancias posibles. Y los que piensen que debe haberle sido fácil a mi hermano dispararle a alguien que conoció de niño, son unos pendejos. Como cualquiera que lo conozca, sé que no debe haber tomado esa decisión a la ligera. No sólo por la impecable ética profesional que siempre ha demostrado durante toda su carrera en la AFI. O porque a ambos nos educaron para ser gentes respetuosas de la ley. Sino por el valor que tiene para él cualquier vida humana. Para haber llegado a ese punto, tiene que haber estado convencido que estaba en peligro de muerte. Pero si en realidad se trató de defensa propia o no, es algo que en última instancia tienen que determinar los peritos.
Como ya les he dicho en repetidas ocasiones a los reporteros que rondan mi casa como buitres: No tengo ningún comentario que hacer sobre Federico o las circunstancias que rodean su deceso. A los que me han preguntado que siento o pienso respecto a que a la hora de su muerte, como única pertenencia personal, llevara en su chaqueta un libro de poemas de Lope que yo le regalé y, como separador, una foto mía, les digo: Mis sentimientos pertenecen a mi vida privada, y como tal, no son incumbencia de nadie. Respecto a lo que pienso, sus hipótesis son tan buenas como las que yo pudiera hacer.
Lo cierto es que a partir de aquel día de enero en que Federico Nasser se convirtió en asesino, no volví a verlo. Yo no lo busqué y el jamás intentó buscarme a mí. Lo demás son chismes. Si alguien pensó que iba a ofrecerme motu propio como blanco a la maledicencia de la gente, es que no me conoce. Sé que tampoco tiene caso solicitarles a los que con tanto ahínco han buscado “la verdad” que se respete mi vida privada y la de mi familia. No tiene sentido pedirles la más elemental humanidad a quienes son capaces de vender hasta a su madre por fama, fortuna, o, peor, un rating.
Así que, para terminar, sólo quiero agradecerles a los amables editores de esta revista por esta oportunidad, y quiero mandarle un mensaje a mi familia: Mis niñas, siéntanse tranquilas porque respecto a su madre no tienen nada de que avergonzarse. A mi padre y mis hermanos les agradezco su apoyo incondicional. Y a ti, Héctor, amor, te agradezco tu entereza y dignidad a toda prueba, que me han permitido a mí conservar las mías.
Atte: Miriam González de Villalba
That what he goes there for, is to unlock the door.
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I see you my friend, and touch your face again.
Miracles will happen as we trip.
But we're never gonna survive, unless...
We get a little crazy "
Tomado de “Crazy” canción interpretada por Seal
A continuación les presentamos la segunda parte de la carta abierta publicada en el número 28 de “Así es la vida” en junio de 2005:
Nos habíamos quedado en que el Fede había decidido intentar lo imposible. Siendo hombre de pluma y no de espada, comenzó por inscribirse al club de oratoria. Solución que yo, tontamente, apoyé. ¡Qué locura! Igual hubiera sido mejor que se pusiera a jugar a la ruleta rusa. Lo único que consiguió fue añadirle a su problema de autoestima. Tanto que mi hermano mayor, Armando, se dio cuenta.
Alguna fibra sensible le debe haber removido el ver a ese chico flaco y desangelado hecho un moco después de cada sesión del club. Medio en broma, medio enserio, me pregunto que había poseído al Fede para meterse en camisa de once varas. –Es muy tímido como para ser un buen orador,- me dijo.
Yo busqué la manera de responderle, sin meterme en el asunto de la predestinación gloriosa, mi hermano nunca ha sentido el menor interés por las metafísicas. Al no ocurrírseme nada mejor, terminé por contarle lo de Cecilia con todo y la anécdota del Cyrano.
Armando tenía entonces diecisiete años, y, en la medida en que eso es posible a esa edad, era un hombre de mundo, así que, con un leve asentimiento de cabeza dijo: -¡Ah vaya!-
Ahora mi hermano es detective, pero ya desde niño era uno de esos émulos de Sherlock Holmes que no necesitan polígrafos para saber cuando alguien les miente, y que donde ponen el ojo ponen la bala cuando se trata de develar la condición humana. No me extraña que hiciera un diagnóstico más acertado de la situación del que podíamos haber hecho el Fede o yo. Había visto a la Ceci, que por cierto tenía catorce años, mirarles de reojo las nalgas a los chicos del equipo de futbol en las prácticas. Y le quedó claro que no era el tipo de mujer a la que impresiona el ingenio. Era obvio que el Christian que la consiguiera debería tener otras cualidades. En un gesto inesperado de solidaridad masculina, decidió llevarse al Fede a una de sus clases de Taekwondo.
A mí eso me encabronó. Yo ya tenía que lidiar todos los días con seis brutos que creían que las cosas se resuelven mejor a golpes, y la masculinidad más sutil del Fede me resultaba un contraste refrescante.
Enfrentado con mi ceño fruncido, Armando me explico: -Lo primero que necesita es adquirir confianza en sí mismo. Lo demás se va dando solito.-
Bendito sea el Señor que no alcance a comprender que –o mejor dicho quien- era la que se suponía iba terminar dándolas solita. Mi inocencia me protegió de reconocer la profundidad de la traición (involuntaria) de mi Caín. Enfocada solamente en la idea de aumentar la elocuencia de Federico, alcé una ceja escéptica y dije: -¿Y dándole madrazos a la gente es como la va adquirir?-
Armando era menos bruto que la mayoría de mis hermanos respecto a mí, pero sólo por poco, o si no se hubiera dado cuenta que su hermanita bebía los vientos por su amigo. O quizá, como suele ocurrir, a pesar su conocimiento de las debilidades humanas, la gente cercana a él resulta ser su punto ciego. Sin entender porque estaba yo tan cabreada, me respondió molesto: -El Taekwondo no se trata de dar madrazos. La base es una compleja filosofía oriental de autodominio…-
Se interrumpió al ver mi ceja arquearse en un ángulo todavía más pronunciado.
-¿Quieres que le pida a la abue que te ponga al Karate Kid?-
Aquello fue una amenaza de lo más que efectiva. Las interminables sesiones de consejos por Proxy de mi abuela habían terminado por generarme una cinefobia insuperable. Hasta la tele me daba mareo si la veía por más de una hora.
-No es necesario. Le daré a tu método el beneficio de la duda. Por ahora…- sentencié ominosa.
Pero en puras habladas quedó mi amenaza, porque después de esa primera clase resultó evidente que si bien el alma del Fede estaba hecha para ejercicios más sutiles, su cuerpo había sido dotado de una habilidad asombrosa para hacer daño a sus semejantes.
Después de verlo hacer papilla con un par de patadas bien puestas un mocoso cinta marrón que había tratado de pasarse de listo; el maestro de Armando decidió que no podía, en buena conciencia, dejar a esa fiera suelta por el mundo sin darle por lo menos una barnizadita de la “compleja filosofía oriental de autodominio,” que se supone era la base de los karatazos.
Y si el susodicho maestro hubiera tenido algo más que ofrecerle, a parte de frases mensas de las que uno puede encontrar en las galletas de la fortuna, quizá el bla-bla-bla le hubiera servido de algo a Federico.
Pero no, lo más en limpio que sacó el Fede de esa experiencia, y lo que le hizo volver, fue algo que le dijo el maestro, mirándolo de reojo y orando por dentro que el chamaco del infierno no quisiera volver a presentarse a la clase: -Acuérdate, Federico, que tú eres el enemigo a vencer.-
Después de ver de lo que era capaz, el maestro se sintió aterrado. Y sin saber que más decirle, se había sacado el refrán de una peli de Kung-Fu. Pero en el caso de Federico esa frase, dicha al buen tun-tun, no sólo resultaba rigurosamente cierta, sino que tenía regusto a profecía. Él – o mejor dicho esos cinco segundos de bloqueo mental- eran y serían siempre sus peores enemigos.
No sé como decidió que el mejor camino para derrotarlos eran los karatazos. Eso habría que preguntárselo a él, y ahora está muerto. Pero, como fuera que llegara a esa conclusión, la realidad es que se dedico a perfeccionar las artes marciales con el fanatismo del converso. El Taekwando no fue más que el principio, se que incursionó en algunas más, pero no le veo el caso a hacer la lista. Y también sé que el temor inicial de aquel maestro terminó por convertirse en morbosa fascinación, para ver hasta donde podía llegar aquel monstruo en el arte de dar patadas y puñetazos.
Armando me contó, hace unos días, tomándose un café en mi cocina, como él mismo había atestiguado con una mezcla de horror y curiosidad malsana la macabra danza en la que transformaba las peleas el que alguna vez fuera mi amigo. Porque para cuando cumplimos veinte años, Federico era ya, literalmente, una máquina asesina.
Hay tantas cosas que podría decirles para llenar páginas. Como que el subterfugio de Armando funcionó, que si el Fede hubiera querido, hubiera podido tener a Cecilia y veinte más como ella. Pero que él, nunca se dio o nunca quiso darse por enterado. Para él las artes marciales habían comenzado como un medio, y se convirtieron en un fin.
Podría también intentar una apología. Decirles que no hubo manera de que él o yo nos diéramos cuenta de la fatalidad que se le venía encima, hasta que fue ya demasiado tarde. En fin, esta historia está prolongándose demasiado. Vayamos al grano.
Para cuando entramos en la universidad yo ya había comenzado a distanciarme de Federico. La transformación física que había sufrido me resultaba repelente. A tanto querer dejar la imagen de su niñez atrás, hasta se había hecho operar los ojos. Llevaba el pelo pulcramente atado en una coleta. Y el torso y los brazos musculosos embutidos en camisetas negras. Ni su madre lo hubiera reconocido.
No puedo atestiguar hasta que punto había llegado la transformación espiritual que le permitió convertirse posteriormente en El Lobo Nasser, ese temido sicario cuyo nombre conjuraba muerte. Con toda sinceridad, lo ignoro. Cuando la cosa explotó, él y yo ya no éramos amigos.
Su obsesión con los cinco segundos acabó por convertirlo en un extraño para mí. Al principio intenté superar su aparente indiferencia por cualquier cosa que no le ayudase en su cruzada. Pero incluso yo tuve que rendirme a la evidencia cuando, a pesar del interés manifiesto que Cecilia tenía en su primo, aquel se consiguió a la Maruja.
Maruja era lo que mis hermanos llamaban una “novia” de entrenamiento. Por lo menos en mi presencia. A partir de que en casa se dieron cuenta de mi género, a mis hermanos les habían surgido toda una serie de consideraciones mafufas para con mi “sensibilidad femenina”. A pesar del eufemismo, yo sabía quien era la Maruja. Una de esas chicas facilotas hasta decir basta, que se pasan de mano en mano en la Uni, y que forman parte de esas experiencias de aprendizaje vital necesarias para algunos chicos. El Fede era la última persona que hubiera caído en garras de la Maruja. Pero a Federico Nasser y su nuevo círculo de amistades, les quedaba que ni pintada la putilla.
¡Chingá! Que esa no era una novia de las de manita sudada me quedaba claro. Estaba en el segundo semestre de química, así que el método científico seguía siendo mi medida del mundo. Había que rendirse a la evidencia. Sir Galahad ya no era puro. Aquello me rompió el corazón. Cosa difícil de justificar de cara al burladero, habida cuenta de que en los últimos dos años apenas si había cruzado palabra con él.
La verdad es que estaba destrozada. No creo que el que hubiera andado con Cecilia pudiera sentarme peor que aquello de andar con la piruja. Gracias a mi abuelo, no creo en ahogar las penas en alcohol. Así que en lugar de darme a la bebida, me di a Mauricio. Un tipo que me pretendía, del que todo mundo opinaba era un partidazo, y al que yo apenas recuerdo, salvo por un detalle: Era uña y mugre del Richard, el novio que Ceci se consiguió por despecho después de que el Fede le diera el esquinazo.
El tal Richard era un mamón que se creía un regalo de dios al mundo, y al que yo sólo lograba tolerar gracias al severo entumecimiento de mi alma durante aquellos años. La gente que me recuerda de aquella época dice que yo era gótica o nerd, porque la gente necesita etiquetas para explicarse al mundo. La verdad es que yo estaba muy deprimida. Si me vestía de negro, era porque andaba de luto por un ideal. Y si andaba con la nariz permanentemente enterrada en un libro, no era por afanes de erudición, era porque mirar lo que pasaba allá afuera, en el mundo real, me hubiera dado la puntilla.
Para mi desgracia, el Richard era el macho alfa del grupo al que pertenecía Mauricio. Ricardito era un idiota que escupía tópicos con velocidad de metralleta, y al que había que reírle sus gracias, si no, se ofendía. Yo no estaba en condiciones de sonreír, ni siquiera ante cosas verdaderamente graciosas. Además su alharaca me atacaba los nervios, en un par de ocasiones le di unos buenos bofetones verbales, nomás para callarlo.
Lo lógico es que Mauricio hubiera tomado partido por su amigote, sentía una admiración malsana por el Richard. Pero el tipo también debe haber tenido alguna fijación necrófila, porque, a pesar de mi absoluta indiferencia para con él, y mi desprecio por su amigo, nunca me mandó a la chingada.
Como no podía deshacerse de mí sin prescindir también de uno de sus más fieles admiradores, el Richard se tomo un interés personal en mi caso. Cada vez que me veía llegar del brazo de Mau, me sonreía socarronamente y decía: -A ver si ahora si logro arrancarle una sonrisa, señora.-
Mauricio no debe haber sido el caballero que pretendía ser si es que le andaba contando detalles de nuestra relación al tal Richard. Porque el tipo comenzó a decirme señora justo después de que el Mau me encamara. Seguro lo hacía para molestarme. A mí aquello no podía importarme menos. Lo que no sé es porque no se daba cuenta que primero se congelaba el infierno antes que él, o alguna de sus estupideces, me hiciera sonreír. Quizá tenía algo de sádico, lo de arrancar la sonrisa no era ningún eufemismo. Lo que me hacía bien podía considerarse una tortura. Para saberlo había que verme retorcer entre los principios de buena educación recibidos de mi abuela, y las ganas de aplastar al tipejo, como la cucaracha que era.
La noche de su compromiso con Cecilia fue especialmente extenuante. Yo no había querido ir. Sabía que aquel restaurante era la guarida habitual del Fede y sus amigos. La idea de topármelo junto con la Maruja era más de lo que podía soportar. Como es comprensible, cuando Mauricio me llevó casi a rastras a la fiestecita, iba más “feliz” que unas pascuas.
El Fede y la Maruja estaban efectivamente ahí. Y el Richard se pulió. Darle evasivas corteses al mamón mientras trataba de ignorar lo que sucedía en la mesa de a lado, hubiera puesto a prueba la paciencia de un santo. Yo, no lo soy. Hubo un punto en el que, mirando la mano de Federico subir y bajar por la pierna de Maruja a través del espejo de la barra, no pude contener un sollozo. Por coincidencia ese fue también el mismo instante en el que el Richard me hacía objeto de alguna de sus bromitas. No recuerdo ni que me habrá dicho.
Lo que sí escuché fue su resoplido despectivo: -¡Pero vamos, señora! No tiene porque tomarse las cosas así. Fue una broma. Sólo estoy tratando de hacerla sonreír.-
Aquello me colmó el plato. Mirando fijamente al mequetrefe le dije: -¿Pues qué es usted payaso? ¿Qué tanta necesidad tiene de que se rían de usted, señor?-
El Richard palideció. Alrededor de nosotros se hizo un silencio de muerte. Mauricio me miraba transfigurado. Y Cecilia movía la cabeza de lado a lado, como si no pudiera creer lo que estaba pasando. Eso no se le hace a una novia en el día de su compromiso. Me sentí rata. Cogiendo mi suéter y mi bolso me paré de la mesa. Musité una disculpa: -Lo siento, Ceci, no sé que me pasa. Mejor me voy.-
Comenzaba a dirigirme hacia la puerta cuando El Richard me agarró del brazo, y con un gruñido ordenó: -Vuelve a la mesa, estás haciendo una escena.-
-Vete al diablo, idiota,- se me salió sin pensar, mientras forcejeaba para liberarme de sus zarpas.
Habíamos pasado al tuteó sin ningún intermedio. El cuate estaba rojo como un demonio y temblaba como las vías del metro antes de que llegue el tren. No sé que hubiera pasado, si en ese instante el Fede no se hubiera acercado a nosotros. Con una voz tan dulce que me recordó cuando éramos niños, preguntó: -¿Te está molestando este tipo, Mimí?-
Me llamo Miriam. Mis hermanos siempre me dijeron Mim, por la bruja que sale en una peli de Disney. Para suavizarlo el Fede comenzó a decirme Mimí. Que usara ese apodo cariñoso, así, tan naturalmente, después de dos años de ignorarme, se sintió como si me hubiera abofeteado. Sólo alcancé a cubrirme el rostro con ambas manos antes de empezar a llorar.
El Richard dijo algo que no logré a escuchar. Por la cara que puso, supe en mi fuero interno que Federico no sería capaz de responderle. Por lo menos no en los próximos cinco segundos. Y entonces empezó el conteo mental: -Un Mississippi. Dos Mississippis. Tres Mississipis…-
Fue ahí que el Richard y sus perros soltaron la carcajada. Y ese es, en lo que a mí concierne, el final de la historia. No recuerdo nada de lo que sucedió después. Se ha borrado de mi mente, y doy gracias por ello. Si alguien siente algún morbo por averiguar si el Lobo de veras era capaz de matar a alguien con sus propias manos, que lea las averiguaciones previas que se hicieron respecto al asesinato de Ricardo Galván y Mauricio Herrera.
Y si alguno quiere repasar todos los detalles de la historia que han llevado y traído los medios durante este circo, puede también remitirse a los hechos. Esos que, como bien dice Borges, no nos explican. Yo no siento ninguna necesidad de justificarme ante nadie. Quienes pudieran exigirme alguna explicación –mi marido y mis hijas- no lo han hecho.
Cuando me invitaron a dar mi versión, dejé claro desde un principio que no tenía ninguna intención de dar pábulo a las habladurías. Tampoco es mi intención repetir lo que es del dominio público.
Esto no es un relato novelado. No voy a especular sobre lo que sucedió con Federico durante su estancia en la cárcel. Esos años en que estuvo preso, yo me fui del país. Estuve con mi tía de Dallas. Tomar distancia fue lo que recomendaron los médicos para luchar contra la depresión clínica y la anorexia nerviosa que me diagnosticaron.
Sí, tengo una tía en Dallas, eso es real. Lo que nunca lo fue es lo que se sugiere en esas coplillas infames que han circulado por ahí con el nombre del “Corrido del narco enamorado”. Piensen ustedes lo que quieran, pero yo me quedo con la conciencia tranquila de que a Dallas nunca fui a “dalas”. Que justamente ahí fuera donde el Lobo Nasser terminó su “entrenamiento” como asesino es pura casualidad.
Ni antes ni después de mi regreso al país tuve contacto con él. Estuve muy ocupada tratando de averiguar que iba a hacer con el resto de mi vida. Como suele suceder, las cosas se fueron acomodando solas. Terminé mi carrera, me casé, tuve a mis hijas. Y, crea lo que crea la gente, no volví a pensar en Federico hasta hace un par de meses, cuando nuestros caminos se cruzaron otra vez, por obra de mi hermano Armando.
El encuentro entre Armando y Federico se dio en las peores circunstancias posibles. Y los que piensen que debe haberle sido fácil a mi hermano dispararle a alguien que conoció de niño, son unos pendejos. Como cualquiera que lo conozca, sé que no debe haber tomado esa decisión a la ligera. No sólo por la impecable ética profesional que siempre ha demostrado durante toda su carrera en la AFI. O porque a ambos nos educaron para ser gentes respetuosas de la ley. Sino por el valor que tiene para él cualquier vida humana. Para haber llegado a ese punto, tiene que haber estado convencido que estaba en peligro de muerte. Pero si en realidad se trató de defensa propia o no, es algo que en última instancia tienen que determinar los peritos.
Como ya les he dicho en repetidas ocasiones a los reporteros que rondan mi casa como buitres: No tengo ningún comentario que hacer sobre Federico o las circunstancias que rodean su deceso. A los que me han preguntado que siento o pienso respecto a que a la hora de su muerte, como única pertenencia personal, llevara en su chaqueta un libro de poemas de Lope que yo le regalé y, como separador, una foto mía, les digo: Mis sentimientos pertenecen a mi vida privada, y como tal, no son incumbencia de nadie. Respecto a lo que pienso, sus hipótesis son tan buenas como las que yo pudiera hacer.
Lo cierto es que a partir de aquel día de enero en que Federico Nasser se convirtió en asesino, no volví a verlo. Yo no lo busqué y el jamás intentó buscarme a mí. Lo demás son chismes. Si alguien pensó que iba a ofrecerme motu propio como blanco a la maledicencia de la gente, es que no me conoce. Sé que tampoco tiene caso solicitarles a los que con tanto ahínco han buscado “la verdad” que se respete mi vida privada y la de mi familia. No tiene sentido pedirles la más elemental humanidad a quienes son capaces de vender hasta a su madre por fama, fortuna, o, peor, un rating.
Así que, para terminar, sólo quiero agradecerles a los amables editores de esta revista por esta oportunidad, y quiero mandarle un mensaje a mi familia: Mis niñas, siéntanse tranquilas porque respecto a su madre no tienen nada de que avergonzarse. A mi padre y mis hermanos les agradezco su apoyo incondicional. Y a ti, Héctor, amor, te agradezco tu entereza y dignidad a toda prueba, que me han permitido a mí conservar las mías.
Atte: Miriam González de Villalba
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