Luna rota

martes, 20 de abril de 2010
And if I ever lose my legs, I won't moan and I won't beg, I won't have to walk no more. Did it take long to find me? I ask the faithful light. Did it take long to find me? And are you gonna stay the night?Oh, I'm being followed by a moonshadow... Leapin’ and a hoppin' on a moonshadow... Moonshadow de Cat Stevens

La mujer caminaba por el sendero rodeada de oscuridad, dejando una estela de polvo y luz a su paso. Aunque el sonido de sus pasos y la tenue luminosidad que emanaba de su pálida piel, no hacían más que prestar un contrapunto a las sombras y el silencio en los que estaba sumido el mundo.

Calzaban sus pies xochicactli, las sandalias floridas de su danzarina hermana, Tlazoltéotl –la alegre devoradora de inmundicias-. Pero su rostro no mostraba la menor emoción. Caminaba con la parsimonia de los condenados a muerte, pues ese y no otro era su destino.

Iba ataviada con sus mejores galas. Las cintilantes tzitzimime le habían dado dos orejeras, una nariguera, y cascabeles para sus mejillas del lapislázuli más puro. De azul también habían teñido sus pezones, joyas preciosas que ya no amamantarían a nadie. Había sido la mismísima Tlazoltéotl la que había trenzado sus abundantes cabellos negros en tres tantos, como tres eran las caras que le mostraba al mundo; y había ceñido su frente con un tocado de plumas de águila que se derramaba por su espalda como una cascada.

Aquel atavío, más propio de una novia que de una victima de sacrificio, estaba en franca contradicción con el destino que iba a enfrentar. Pero es que aunque la muerte era algo inevitable, no iba a su encuentro con miedo. No, cuando estuvieran frente a frente, no habría ningún temor en su corazón, miraría esas cuencas vacías como lo que era, una mocihuaquetzqui –guerrera valiente.- Honor usualmente reservado a las habitantes del Cihuatlampa, muertas de parto. Pues como una valiente guerrera sería recordada hasta el fin de los tiempos, aunque jamás había conocido varón.

En un cruce de caminos las cihuateteo le habían hecho beber del cráneo sagrado y habían cantado sus conjuros, iluminadas por la piel de la que llamaron la preciosa muerta. Le habían puesto en los codos y los talones mascarones de oscuras deidades terrestres, de las que ya nadie recordaba el nombre, para que ningún mal pudiera entrar en su cuerpo. Y para que todo el mundo supiera que la reconocían como una más de ellas, habían atado una calavera a su espalda, usando una falsa coralillo como cinto.

Después del breve descanso, caminó con pasos mesurados y serenos hasta llegar a las faldas del monte en donde él la esperaba. Escaló la pared de roca, y al llegar al borde, la luz que emanaba del verdugo la cegó. Con ojos entrecerrados contempló a su hermano, el asesino. Y no pudo hallar en la figura del terrible guerrero nada que le recordara al dulce Omitecutli. El más pequeño de sus cuatro hermanos, que solía jugar con sus cascabeles mientras lo mecía en sus rodillas.

Aún así consiguió sonreírle dulcemente. Y quizá aquel al que los mexicas llaman Huitzilopochtli también recordara tiempos mejores, porque la maza se quedó suspendida en el aire. Sólo un instante, claro, lo justo para que la mujer sacara de su tobillera una daga de obsidiana e intentara clavársela ahí, en el espacio entre las costillas donde queda expuesto el corazón.

Pero no por nada otro nombre del dios es Maquizcóatl, pues puede ser tan astuto, rápido y mortal como una serpiente. Evadió el ataque de la diosa y con un golpe certero la decapitó. Fue un corte tan limpio que la cabeza rodó monte abajo casi sin derramar sangre.

Encolerizado, más consigo mismo que con la mujer, por no haber previsto ninguna oposición, decidió hacer un ejemplo con ella y descuartizarla. En cuanto el hachón rompió el hueso, de sus piernas y brazos comenzó a manar una sangre maravillosa. De un rojo intensísimo y rematada por cuentas de lapislázuli. El dios se quedó un momento estupefacto, contemplando el prodigio. Después, un poco atemorizado por la última maravilla que guardaba el cuerpo de la diosa Luna, ató un torniquete alrededor de cada uno de los miembros cercenados con sus serpientes de dos cabezas, y arrojó los despojos a la base del monte. A partir de ese día las serpientes se convirtieron en el símbolo del dios Sol triunfante.

Antes de emprender su propio peregrinaje, giró la cabeza con un poco de aprensión y miró monte abajo. El cuerpo de la Coyolxauhqui había quedado dispuesto en un orden perfecto. Piernas, brazos, torso y la propia cabeza como si sólo las serpientes torniquetes le impidieran volver a unirse. Musitando una maldición se dio la vuelta y echó andar. Se sospechaba que aquello no había hecho más que empezar. Aunque nunca se lo confesaría a nadie, fue iluminando el mundo sintiéndose todo menos victorioso. Y es que, por más que anduviera, siempre adelante él estaba la misma siniestra oscuridad, en la que podía adivinar el aroma de pasos floridos, y el ruido de azules cascabeles que sonaban extrañamente parecidos a una risa de mujer.

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