“Oh, amor, mi amada, he estado hambriento por tu tacto durante un largo y solitario tiempo… El tiempo que transcurre tan lentamente… El tiempo que puede hacernos tanto… ¿Todavía eres mía? Necesito tu amor, envíame tu amor en alas ligeras. Solitarios ríos fluyen hacía el mar, hacía los brazos abiertos del mar. Solitarios ríos suspiran: -espérame, espérame, un día volveré, espera por mí.” Unchained Melody, de los Righteous Brothers
Hillel Mosse se miró el marchito colgajo que alguna vez había sido su mano derecha, y apenas fue capaz de reprimir un gruñido exasperado. Hubo un tiempo en que aquello no habría representado un problema. Incluso recién salido del ejército, como oficial condecorado, la izquierda le hubiera servido tan bien como la derecha para disparar. Había dejado las fuerzas armadas para unirse a los servicios de inteligencia, y ahí lo habían convertido en una maquinaria de precisión. Pero hacía más de siete años que había salido del Instituto. El nombre con el que todos sus miembros se referían al Mossad, la agencia de inteligencia Israelí.
Para colmo de males, aunque se había pasado los últimos quince años de activo en la Metsada –la infame división de servicios “especiales,”- lo había hecho trabajando detrás de un escritorio, dedicado a la propaganda y la guerra psicológica. Ahí acabó por convertirse en un redactor glorificado. Ahora, jubilado, se dedicaba a hacer poesías, que probablemente sus contactos editoriales le publicaban en honor a los viejos tiempos.
Conteniendo un suspiro, pensó que el destino realmente trabaja de maneras misteriosas, de todos los agentes que hubieran podido sobrevivir a la debacle que enfrentaba la raza humana, él había sido elegido. Pero el nombre Mossad no se había convertido en sinónimo de disciplina y férrea determinación por nada. Había una misión que cumplir, y él la cumpliría.
Sus ojos de halcón se posaron sobre sus cuatro acompañantes. Empezó por Zvi Dagan, el chico –pues eso era con apenas veintidós años- evitó su mirada, de hecho, no había apartado la vista del suelo desde el incidente, estaba avergonzado. Había sido salvándolo de caer en una de las fosas de lava que Hillel se había quedado tullido. En otro momento hubiera tratado de confortarlo, pero ahora no había tiempo para ello. Así pues, Zvi quedaba descartado, su espíritu estaba roto, y para lo que se traían entre manos, no habría una segunda oportunidad.
Fosas de lava, Hillel contuvo otro suspiro, los alrededores de la tres veces sagrada Jerusalén se habían convertido en un paisaje digno del Gehena. Fosas de lava en los montes de Judea, géiseres de hirviente agua salada donde antes estaba el Mar Muerto. Y la propia Jerusalén convertida en un hoyo infecto por la radiación, en la que no quedaba ni una brizna de pasto viva.
Quizá el loco del Rabí Amit estuviera, después de todo, en lo cierto, y aquel fuera realmente el fin de los tiempos. El mundo se había volteado de cabeza desde que hacía seis meses esa cosa había surgido del mediterráneo, como una Venus corrupta, y había comenzado a matar a la Tierra irradiando su ponzoña.
Hillel apartó esos pensamientos y se concentró en Meir Shiloh, evaluándolo, era la antípoda de Zvi, tenía 56 años y estaba sentado, silbando entre dientes, como si estuviera pasando el sabbath en el jardín de su casa. Hillel lo había conocido cuando ambos estaban recién salidos de la Midrasha, y siempre se había sentido impresionado por la serenidad con la que su amigo enfrentaba hasta la peor situación. En aquel entonces no hubiera dudado en encomendarle la tarea. Pero ahora era dolorosamente conciente del ligero temblor en sus manos, única señal del parkinson incipiente que Meir padecía. Él tampoco era una opción viable.
Tuvo que tragarse otro gruñido. A esto se habían reducido las esperanzas de la raza humana: dos viejos y dos mocosos. Había dejado a Aviv Balaban para el final. Apenas era mayor que Zvi, tenía 25, una katsa a medio cocer. No le dio muchas vueltas, realmente no había opción. Apretó el botón que abría el intercomunicador de los trajes de radiación, y pronunció su nombre. Quería decir primavera, era un nombre bonito, como bonita era la chica.
Era difícil creer que ese agraciado rostro oval pudiera convertirse en el rostro de la venganza. Pero cuando alzó la cara, Hillel pudo verle los ojos. Dos ojos grises que eran acero puro, como los de su padre, Juval Balaban, uno de los primeros en morir tratando de acabar con el monstruo que había surgido del mar. Sí, la chica serviría, ella sería la mano derecha de Hillel.
No hubo necesidad de decir más. Aviv se limitó a asentir, después se apartó un poco del grupo. Con la cabeza gacha empezó a musitar algo. Quizá estuviera rezando. –Que rece si quiere- pensó Hillel. A él también le habría gustado hacerlo, pero hacía años que en el cielo sobre su cabeza sólo había estrellas, indiferentes al destino de los hombres.
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Estela Cáceres, capitana de la Cazadora –fragata espacial de primera clase- se encomendó a la virgen del Carmen, la patrona de la Armada Española desde el siglo XV.
-Verdes las hemos segado, Medina- le dijo a su segundo al mando en un susurro rápido.
José Medina asintió con una sonrisa ladeada.
Ese hombre era un cliché con patas. Un tío duro en toda la regla, de esos que hablan poco, pero cuando se deciden a hacer, pueden armar un buen baile. Era rabiosamente masculino, bien plantado, y con el espinazo tan tieso, que no lo dejaba inclinarse ante nadie. Allá arriba se dejaba la barba y el bigote. Con esa pinta era más fácil imaginárselo como matarife en tiempos de los tercios de Flandes, embozado en una capa y blandiendo una espada, que como un soldado moderno. Pero era de esos lobos de mar que saben ser fieles hasta el final, cuando les tienen ley a sus comandantes. Y había sido su primera opción para ser su segundo a bordo cuando le habían ofrecido la capitanía.
Estela respondió a su sonrisa con un resoplido. Incluso en él, era excesiva tanta resignación. Las habían segado verdísimas. ¡Qué mierda!
Medina se limitó a encogerse de hombros.
Un gesto vale más que mil palabras. En ningún lugar era más cierto aquello que en el espacio. El aire es un bien escaso y valioso allá arriba. Y ella ya se había acostumbrado a sofocar su natural locuacidad para acomodarse a la primera directiva de su oficio: no malgastar oxigeno. Aunque, quizá, dado que la suya era una misión suicida, poco importaran ya esas consideraciones. Estela era una mujer muy práctica, y no se engañaba al respecto. De ahí, independientemente de cual fuera el resultado final, no iba a salir vivo nadie.
Si acaso lograban detener al Leviatán que se les venía encima, sería a costa de sus vidas. –No queda más que vender caro el pellejo,- pensó. Sólo quedaban veinte naves, todas de la Unión Europea, de las que habían estado allá arriba aquel día. Y habían sobrevivido por pura casualidad. Tuvieron la suerte de estar lo suficientemente cerca para ver al monstruo que surcaba el espacio en dirección a la Tierra, y lo suficientemente lejos como para no ser destruidas cuando aquel ser agitó sus remeras. A los chinos y los americanos –que habían peleado siempre por ser los primeros en línea- se los había llevado la fregada.
Estela y los otros habían optado por protegerse en el cinturón de asteroides, y esperar a que el comando en Tierra decidiera que había que hacer. Poco después había llegado la orden de plantarse enfrente de la bestia y detenerla a toda costa. Luego nada.
Había algunos que todavía esperaban refuerzos. Los griegos y los turcos, que rara vez lograban ponerse de acuerdo en algo, estaban seguros que los americanos no se quedarían sin vengar a sus muertos, seguro que su flota ya venía en camino. Y algunos gabachos juraban que sus compatriotas no los iban a dejar en la estacada: la madre Francia, “alonsanfandelapatrí” y todo el coro… Pero Estela sabía que de ayuda nada.
No había que ser una lumbrera para entender porqué. Si cualquier nación pudiera mandar refuerzos, ya lo habría hecho. Lo que sea que fuera que estaba enroscado alrededor del Mare Nostrum, como una sierpe, se estaba cargando a la Tierra, emitiendo toda clase de ondas. Comenzando por el pulso electromagnético, que había inutilizado a la mayor parte de las maquinas de las que la humanidad se había vuelto dependiente.
Aguirre, su ingeniero, era un freaky de los tebeos, pero era también un genio. Había conseguido captar las últimas señales de radio que habían salido del planeta. Y fue gracias a ello que Estela pudo armar la historia. Mientras ellos esperaban allá arriba, cincuenta equipos en tierra iniciaban la marcha –sí, iban a pie, no quedaba de otra- para intentar destruir al monstruo que estaba allá abajo.
Después llegó la orden de detener al Leviatán a toda costa. Estela no sabía si eso quería decir que el esfuerzo en tierra había fracasado. Pero tenían que intentar hacer algo. Entre Fiedler –el alemán,- Gustafsson –el sueco- y ella habían tomado la decisión. La única oportunidad que tenían de acabar con esa cosa, contando con sólo veinte fragatas, era explotarlas y orar para que eso fuera suficiente.
Habían escogido con cuidado a quienes decirles de que iba realmente el asunto. Para lograr una buena explosión, no podían prescindir del combustible de ninguna de las naves. Así que ningún tebano iba poder largarse a casa –caso de que todavía quedara un puerto en el que recalar.-
Estela se la jugó, le dijo a las claras a su tripulación como estaba la cosa, y casi le estalló el corazón de orgullo, al ver que todos y cada uno de ellos estaban dispuestos a seguirla al infierno, con tal de darle una oportunidad a la humanidad.
Se requiere cierto tipo de personalidad para inmolarse por algo intangible. Pero Estela no podía tirar la primera piedra. Allá arriba, quien no era romántico de entrada, se convertía. –Ahí están los resultados, yaya, de leerme a Byron,- pensó Estela, y volvió a aferrar la medalla de la virgen del Carmen. Era un regalo de su abuela, y en medio de todas las dudas que siempre le habían planteado esas cuestiones, era lo único sagrado para ella. Stella Maris, la patrona de los marinos, la estrella del mar.
Cuando su astronave se encontraba en esa posición, desde el puente se podía ver un mar de estrellas. Y ni siquiera el Leviatán lograba ocultarlo del todo. Aquello era con lo que había soñado toda su vida, desde la infancia, cuando sentadas en su velero, en la perfecta oscuridad del mar abierto, la yaya le enseñaba el nombre de las constelaciones. Si había que morir, no había otro lugar en el que prefiriera estar.
Y ahí estaban, intentando pasar de la mejor manera posible la hora y media que Aguirre había calculado faltaba para poner en marcha el plan. –Hay que esperar a verle el blanco de los ojos,- había bromeado, subiéndose las gafas por el puente de la nariz. Aquello era un gesto nervioso, pero es que sólo un estúpido habría estado fresco como lechuguino. Y ninguno de sus subalternos era estúpido. Era una buena tripulación, que se merecía un destino mejor.
Suspiró hondamente.
Medina le abrazó la cintura por detrás y le susurró al oído: -Hay peores formas de morir, Estela.-
Por un momento se quedó de piedra. Aunque hacía un año que compartían la cama durante los permisos, entre ellos existía el acuerdo tácito de mantener una fachada profesional cuando estaban allá arriba. Después pensó: -¡Joder! Si sólo nos queda una hora y media, vale más aprovecharla.- Se dio la vuelta, le echó los brazos al cuello y, sin decir palabra, le plantó un beso en los labios.
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Cuando salió del mar, Ninsun no había tenido concepto del tiempo. De hecho, apenas si había tenido lo que se llama conciencia durante la espera de miles de millones de años, desde el momento en que, siendo una pequeña larva, se había incrustado en las entrañas hirvientes de aquel planeta. Mientras el nuevo mundo se iba enfriando, ella había caído en un profundo letargo.
Fue la cercanía de Tiamet la que la había despertado. Había sabido que era él de la misma manera que sabía su propio nombre, por una mezcla de instinto y memoria ancestral, que bien podría llamarse precognición.
Y a partir de ese instante había sabido también que era lo que tenía que hacer. Crecer y esperar. Apenas si notaba el paso de los días, flashazos de luz, seguidos por breves instantes de sombras, que iban iluminando y oscureciendo porciones de su cuerpo.
Ninsun se había concentrado en devorar la energía del mundo, para poder crecer e irradiar el reclamo que le dejaría saber a Tiamet que lo estaba esperando.
En algún momento había sido vagamente conciente de una sensación parecida a las cosquillas, atacando distintos puntos sobre sus costados. Pero había bastado con estirarse para acabar con ella.
Poco después, lo que habrían sido unos segundos en tiempo humano, el cielo se había iluminado, aquello la preocupó, pero cuando la negrura volvió, pudo distinguir, a través de los tenues residuos de atmósfera que aún le quedaban al planeta, la imponente figura de Tiamet.
Sintió ganas de cantar. Pero sabía que no debía hacerlo. Al menos no ahora. Tenía que concentrar todas sus energías en hacerse grande y en llenar de huevos su saco cloacal. Ya tendría todo el tiempo que quisiera después, durante los milenios de desove. Cuando estuviera sola, devorando lentamente el cuerpo sin vida de su compañero. Esperando a que el sol de ese mundo se volviera una supernova, que al estallar se llevaría a sus larvas a los confines del universo; para buscar sus propios planetas donde incrustarse, o para surcar el espacio en busca de sus compañeras.
Sería entonces cuando construiría complicados sistemas filosóficos; sería entonces cuando compondría melodías tristes y bellas, tan bellas que todas las Ninsuns que vinieran después las recordarían.
Pero ahora era joven y hermosa, la vida pulsaba en su cuerpo, que para entonces rodeaba el planeta como un uroboro. No tenía caso pensar en cosas tristes. Este era un momento gozoso. Tiamet estaba cada vez más cerca, podía verlo rodeando Marte, agitando sus magníficas remeras como diciendo: -Mírame, he tenido que ser fuerte para cruzar galaxias, buscándote-.
Alzó sus propias aletas, vestigios de un viaje hecho hace muchísimo tiempo, en un gesto de coquetería. El cortejo había comenzado.
N.de.A: Quería expresar lo que siento respecto a lo que pueden ser las diferencias de escala entre los seres humanos y seres con atributos de “dioses” con algo más que frases hechas. Y no se me ocurrió mejor manera que escribir esta historia. Luego: estoy conciente de que en la mitología mesopotámica Tiamet era chica, pero es que imagino que estos seres son como algunos anfibios, que de acuerdo a la necesidad y/o la circunstancia pueden volverse machos o hembras. Y, finalmente, no sé si mis dioses serán de buen gusto, pero a mí me parecen monísimos. XP
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