“Crazy people walking through my head…
One of them's got a gun, shoot the other one.
And yet together they were friends at school
Ohh, get it, get it, get it? No no no!
In a sky full of people, only some want to fly.Isn't that crazy?
But we are never gonna survive, unless, we get a little crazy"
Tomado de “Crazy” canción interpretada por Seal.
A petición de nuestros lectores, a continuación les presentamos la carta abierta que se publicó en junio de 2005, en el número 28 de “Así es la vida”:
A quienes conocimos en su juventud al tristemente célebre Federico Nasser, alias el Lobo, nunca se nos hubiera ocurrido pensar que iba a acabar siendo un matarife a sueldo. Si alguien hubiera sugerido la posibilidad, nos habríamos muerto de la risa.
Antes de volverse un pájaro de cuenta, el Fede, pues así lo conocíamos todos los chiquillos del vecindario, era un niño taciturno, esmirriado y narigón; que creció educado con extremada rigidez por una tía solterona. Doña Marta- una mujer más agria que un limón- lo traía todo el día pegado a sus faldas y, como un vampiro, se encargó de succionarle toda la alegría.
Ya después, de adolescente, el Fede logró zafarse de las enaguas de su tía sólo a costa de convertirse en un pajarraco huraño, con una mata desordenada de guedejas castañas, que andaba arrastrando los pies, mirando a la gente detrás de un par de gafas negras de pasta con una cara de perpetua sorpresa y desconfianza, como si las personas fuésemos acertijos que no lograba descifrar. Aquello bastó para alejar de su lado a todos salvo a los mas tenaces. Entre los que tuve el dudoso honor de contarme.
Creo que de no ser por lo que se hizo de él, la mayoría de la gente lo hubiese olvidado. Parecía tan poca cosa y estaba siempre tan callado el cuate, que solía pasar desapercibido. Ahora, cuando ha salido a la luz por donde lo llevaron los caminos de la vida, se ha armado tremendo relajo tratando de explicar como pudo ser que el “bueno” del Fede terminara siendo el lugarteniente del Güero Hernández. Pero, contrario a lo que la memoria le dice a la gente del barrio, el tipo nunca fue un pusilánime o un estúpido. Que es, como todos sabemos, lo que se quiere decir realmente cuando se llama “bueno” a alguien, usando ese tono mezcla de conmiseración y desprecio. Me consta que cuando era joven nunca fue digno de ninguno de esos dos sentimientos. Y ahora, cuando realmente se justificaría sentirse así respecto a él, el mundo en general parece admirarlo.
¿Qué puedo decirles? Ante esas cosas yo suelo echarle la culpa a la naturaleza humana, y aparto la vista. No es la estrategia más honorable, lo sé, pero es que, a mis cuarenta y tres años, hace un rato largo que dejé de intentar cambiar al mundo. Ahora me limito a intentar que el mundo no me cambie demasiado a mí. Así que, primero que nada, me gustaría explicar porque he decidido hacer justamente lo contrario de mi norma de mirar a otro lado.
Déjenme decirles que no he saltado a la palestra para granjearme los cacareados quince minutos. Para nada. Considerando lo que pasa por fama en esta época de TV dizque “real” y de “celebridades” a las que hay muy poco que celebrarles, yo paso. No es sólo que no comulgue con ese credo de que no hay tal cosa como la mala publicidad. Es que a mí me educaron a la antigüita, y me da mucho asco eso de andar exhibiendo las vergüenzas, con la idea de que es mejor dar lástima a ser ignorado. Debo confesar que una de mis plegarias favoritas es precisamente esa: -Señor, por favor, ignórame.-
Además, pa’ colmo, mi historia no podría entrar por el aro de las falsas realidades de mucho relumbrón. Comenzando porque, al contrario de muchos que andan por ahí clamando que lo conocieron para hacerse famosos por asociación, yo realmente conocí a Federico. Y terminando porque la poca luz que yo puedo arrojar respecto a lo que los diarios llaman el “misterio” de su vida, no es muy brillante. Lo que yo voy a revelar no es el hilo negro ni el agua hervida. Hasta podría llamarla una verdad insignificante, a fuerzas de lo convencional que es, si no le hubiese costado la vida a una de las personas que, en su momento, quise.
Tampoco me mueve la intención de salvar a nadie de seguir los pasos del Fede. Me queda claro que su caso es tan singular, como para no resultarle útil a nadie, salvo en calidad de anécdota. Y si estoy dispuesta a contarlo es porque, al ver la cantidad de estupideces que se han escrito al respecto, me he sentido terriblemente emputecida, expresión que usa una amiga para nombrar a ese estado de cólera asesina que hasta Cristo tuvo al ver a los mercaderes meándose en el templo. Y es que, ver reducida la vida de mi amigo de la infancia, y la mía de refilón, a un chiste… La neta, sí emputece. ¡Carajo! Si hasta Doña Marta, que siempre se ha dado sus ínfulas de gran dama, anda viendo que saca del teatrito.
Ahora que, tampoco vayan a creer que quiero convertirme en el ángel vengador de un pobre corderito vilipendiado. Hubo un tiempo en que, además de ser su vecina, fui la mejor amiga –por no decir la única- de Federico. Pero de eso hace un rato. Y no seré yo la que niegue que el tipo acabara por convertirse en un cabrón hecho y derecho.
También debo admitir que yo, como los demás, sólo me he puesto a desempolvar mis recuerdos del Fede después del incidente. Hace un rato que procuraba no pensar en él. Verán, se podría decir que yo también fui una de sus víctimas, si bien ni me torturó, ni me violó, ser testigo de su caída me despojó de la poca inocencia que me quedaba. En fin, que no lo culpo, como dice el nombre de su revista: Así es la vida. En realidad no hay vírgenes, el mundo se encarga de jodernos a todos. Que el Fede fuera el agente fue purita circunstancia. Igual pudo haber sido otro cualquiera. No hay nada especial en ello. Y si algo quiero rescatar de esta debacle, es que Federico fue una persona excepcional, en el mejor de los sentidos. Un genio ignorado que, a falta de un mejor cause para sus talentos naturales, erró el camino.
Con su muerte el mundo no sólo ha perdido un asesino –lo que, por muy bueno que digan que fuera, la mera verdad, sería más bien una ganancia, porque poca falta le hacen al mundo los predadores eficientes.- Sino que ha perdido a una de las mentes más agudas e ingeniosas que ha visto nacer este siglo o cualquiera. Aunque usted no lo crea, este hombre hubiera puesto a temblar hasta al Fénix de los Ingenios. Sin temor a exagerar les digo que, si hubiese quedado constancia de ese talento, los sonetos de Quevedo serían agua de borrajas.
Habrá quien piense que no soy nadie para emitir tamaño juicio. Y no se lo disputo. Pero es que hasta yo, siendo una niña ignorante, me pude dar cuenta de ello. También sé que a todos esos Santos Tomases que andan por ahí les resultará difícil creerlo, no existiendo más prueba de ese talento que mi palabra. A ellos les digo parafraseando a Borges: No se debe juzgar al árbol por sus frutos, ni al hombre por sus obras. Los hechos no nos expresan cabalmente.
Y es que en esto del ingenio, los frutos del Fede siempre se quedaban a medio madurar. Aquí llegamos a quid. Al centro del angst de Federico. Todo se reduce a cinco segundos. Sí, cinco segundos nomás. En los que la mente del pobre se quedaba en blanco. Porque, para su desgracia, su ingenio era de ese tipo que los alemanes llaman treppenwitz y los franceses l’esprit de l’escalier. Sí, de ese ingenio malditamente impuntual que aparece unos instantes después de que nos hubiera sido útil –cómo un caballo cojo que llevase un indulto.- Y que nos hace pensar: -¡Carajo! Le hubiera dicho…-
Si sus Góngoras se hubieran sentado en sus tabernas remoloneando con un par de copas y un par de putas, en lo que él tenía tiempo de componer una respuesta, otro gallo le hubiera cantado. Si ese hubiera sido el caso, su mente, fuente inagotable de respuestas contundentes y afiladas, se hubiera impuesto contra la de cualquiera. Lo que selló su infortunio fue que ahora ya nadie remolonea en ningún lado. Si uno pausa, por ejemplo, en el proceso de atragantarse, los camareros miran el reloj con ojos de pistola. Y hasta las putas cobran por hora. A Fede le tocó vivir en la era de la insatisfacción inmediata, donde el lema de los tiempos reza: “aprieta un botón y obtendrás todas esas porquerías que hasta hace dos segundos ni querías, ni necesitabas.”
Los duelos de letrillas estaban muy bien en el Siglo de Oro. Pero este es el siglo de la “interactividad”. Término particularmente irónico, dado que la interacción real entre las personas está más muerta que dios. Eso requiere tiempo, y en esta época el agua de la clepsidra se fuga por un agujero de bala. Nadie dispone de unos segundos para pensar lo que dice. Por eso triunfa tanto animal que abre la boca sin conectar la lengua al cerebro. Entre los millares de ríos que alimentan el mar de la desinformación, sólo el que grita más fuerte las obviedades de siempre tiene oportunidad de ser escuchado. En medio de esos duelos de sordos y mudos, cinco segundos bastan para que el rival abandone el patio de la escuela, y al perdedor sólo le quede el eco de las risas y el escarnio. Condenado por ese fatal desfase, Federico terminó siendo un hombre de muy pocas palabras. Al menos de labios para afuera.
Ese talento sin cause fue lo acabó por emponzoñarlo, como decía mi abuelita, lo que no se usa se pudre. Las frases zumbonas y certeras se le iban acumulando en la sesera, y ahí se quedaban. Porque, por esa mezcla de delicadeza y orgullo que tiene todo maestro respecto a su arte, jamás se hubiera atrevido a usar una frase inventada en un momento para sacar al buey de la barranca en otro. Ese es un recurso de mediocres. Y, ni en sus peores momentos, fue Federico un mediocre. Tenía todo el derecho del mundo a sentir el orgullo del maestro, pues eso se hizo a sí mismo, con la diligencia con la que sólo los que descubren su vocación muy jóvenes pueden hacerlo.
Ha llegado la hora de las confesiones, mi abuela es la responsable de esa toma de conciencia temprana. Pocos vicios tenía la señora, pero el que tenía lo llevó a extremos de perversión innombrables. Cinéfila irredenta, siempre tenía una película para cada ocasión. Y el día que el Fede llegó a mi casa bañado en lágrimas porque un bruto le había llamado Ciro Peraloca, la buena señora, mirando de reojo su nariz y sus gafotas, lo hizo ver la de Cyrano de Bergerac.
Siendo justa con mi abue, su intención había sido ayudarle a sobrellevar su “cruz” con cierta dignidad. La mujer había aguantado la suya -el borracho de mi abuelo- con una resignación impresionante por más de 20 años, así que no hubiera estado feliz de saber que al final el Fede se había decantando hacia una vida de violencia. Además, ¿quién podría haber predicho el efecto que la película tendría en él? Para eso hubiera tenido que saber cosas que no le contaba a nadie, más que a mí. Yo no soy rajona. Si no mi abue hubiera comprendido el appeal fatal que el personaje podía tener para el pequeño inadaptado. Habría sabido que el Fede tenía panache propio de sobra. Y habría sabido que la trama le pegaba de cerca. Enamorado como estaba de su prima, Cecilia, la idea de que al final el narigón se quedara con la chica, era más de lo que el sano escepticismo a los cuentos de hadas que desarrollamos todos los huérfanos podía resistir.
Ahora, en defensa del Fede, con seis años, apenas si habíamos renunciado a la ilusión de los Reyes Magos, nadie hubiera podido pedirle que se quitase la venda de los ojos y se diera cuenta que eso de quedarse con la chica en el momento de su muerte era, a lo más un premio de consolación bastante chafa para cerrar la historia con final medio-feliz.
No hay peor ciego que el que no quiere ver. Y el amor, todos lo saben, es re-ciego. Yo, por ejemplo, tenía la misma edad, pero era capaz de razonar que Cyrano había hecho bien en estirar la pata. Como todos los buenos poetas el güey sabía la importancia de tener la última palabra. A mí me quedaba claro que si no se hubiera muerto tan a tiempo, la monjita no hubiera sido capaz de hacer la vista gorda a tanta nariz y llegar a algo más que un: -Ah, ¿son tuyos los poemas? ¡Pero que chulo escribes, primo!- Además, ¿De veras la Roxana no se dio cuenta de que le dieron gato por liebre? ¿Qué? ¿Era pendeja o se hacía?
Claro está que nuestros puntos de vista eran antípodas. A mí el escepticismo me convenía. Cecilia, la prima del Fede, me caía como patada de mula. La tipa era todo lo que yo odiaba, con sus vestiditos de holanes color pastel, sus trencitas rubias, y su hipersensibilidad que la llevaba a repudiar todo lo que no fuera “tierno” o “bonito”.
Durante mi niñez, fui una feminista recalcitrante. Y no porque mi familia fuera particularmente progresista. Fue más bien por un mecanismo de defensa. Mi abue, cuidando una casa y a siete chamacos, no andaba sobrada de tiempo para hacerme trenzas. Soy la cuarta de siete hermanos, todos los demás son varones. Mi madre murió después de dar a luz a Quique, el benjamín. Antes de jubilarse mi padre era un agente viajero al que apenas veíamos. Era más fácil cortarme el pelo al estilo pajecito. Tampoco andábamos sobrados de dinero. Era más práctico que heredara los mismos pantalones y las mismas camisetas que heredaron todos. Con esa pinta, hasta a mí se me olvidaba quien era.
Aprendí a patear un balón, escupir, maldecir y a sonarme a un cristiano al parejo que los demás. Para cuando llegué a la pubertad, y al despistado de mi padre le cayó el veinte de que yo no era un varón, ya no había nada que hacer: de niña ya me quedaba poco y había pasado la infancia siendo un marimacho. Así que, para no sentir envidia o crearme un conflicto de identidad, las nenas típicamente “femeninas” me daban nauseas.
Con los niños de todo tipo no tenía ningún problema. La mera verdad, a pesar de su pinta de pajarraco, el Fede me gustaba para algo más que amigo. Pero todos mis intentos de hacerle ojitos –siguiendo los consejos de una revista escamoteada al armario de mamá- habían topado con pared. De hecho, al principio el Fede creía que yo era bizca. Así que me resigné a ser su cuate y a despreciar a Cecilia a la distancia.
Dado el conflicto de intereses, cuando me di cuenta que el Fede comenzaba a obsesionarse con la idea de ganarse a Cecilia a punta de ingenio, opté por cerrar el pico. Craso error, acaso hubiera podido salvarle si hubiera tenido los pantalones de decirle mi opinión. Que ahora, con el tiempo y la distancia, me doy cuenta, no andaba tan errada. A la Ceci lo del ingenio le venía valiendo madres. Era más bruta que un poste. No lo hubiera reconocido ni aunque Fede hubiera logrado externarlo.
Normalmente soy un perico, así que al tipo comenzó a mosquearle el que a ese respecto fuera yo como una tumba. Fue ahí cuando cometí mi error más grave. Lo que hice fue mucho peor que no hacer nada. Como todo el mundo sabe, los patios de las escuelas son el último reducto de los duelos verbales. Y ahí donde el Fede debería haber triunfado, era donde conocía, las más de las veces, las más amargas derrotas. Aquello me resultaba insoportable. Tanto por un elemental sentido de justicia, como por mi lealtad para con él. Así que me convertí en su fan. Después de los intentos infructuosos para impresionar a Ceci y enfrentar a sus detractores, cuando el Fede decía: -¡Chinitas! Le hubiera dicho….- Yo lo miraba con ojos de adoración suspirante y decía: -¡Eso hubiera estado chidísimo!- Máximo elogio que podíamos concebir.
Así acabó el Fede por convencerse que el ingenio era verdaderamente el camino al corazón de todas las damas. Porque, a pesar de mi pinta de marimacho, para él siempre fui una dama. Cosa que, la neta, le agradezco desde el fondo de mi alma. Quizá por mi carácter tan fuerte o por mi educación no convencional, a lo largo de mi vida, pocos hombres han sabido hacerme sentir una mujer.
El resto lo hizo el mundo y sus demonios. Y miren que la moda de echarle la culpa a la sociedad por cada criminal que anda suelto por ahí, me parece repulsiva. Todos tenemos nuestra historia triste, pero no todos nos convertimos en bodrios antisociales. Aunque, lo admito, hay parte de verdad en ella. Por ahí circulan cantidad de ideas erradas envenenando la mente de los jóvenes, y claro, a algunas víctimas han de cobrarse.
La adolescencia es un periodo particularmente vulnerable para que esto suceda. Es este momento cuando comienzan a alimentarle a uno una bola de “ideas adultas” con las que uno no sabe buenamente que hacer.
Cuando cumplí trece años, gracias a un microscopio MiAlegria, descubrí el método científico. Para mí aquello tuvo el efecto de una revelación. A partir del Caos habíase hecho la luz. El mundo se abría ante mí como un catálogo de fenómenos cognoscibles que era posible medir, categorizar y explicar en términos de sus relaciones de causalidad. Mi recién descubierto fanatismo fue el empujón que el Fede necesitaba.
Si a esto le añadimos el cóctel hormonal que nos circula por el cuerpo a esas edades, tenemos la receta perfecta para el desastre. Después de una vida de suspirar inocentemente por Ceci, sus pensamientos para con su prima se estaban volviendo menos castos de lo que el amor cortés demanda. De hecho, el asunto de lograr la rendición de la plaza comenzaba a adquirir un matiz de urgencia que no había tenido antes. Federico ya no se sentía capaz de esperar a espirar en sus brazos para obtener algún tipo de satisfacción. Y la mochería de su tía no le dejaba el recurso de obtenerla vicariamente con alguna furcia de revista porno.
Aunque yo juraba y perjuraba que mis propios sentimientos románticos por el Fede estaban muertos y enterrados, no soportaba verlo sufrir. A falta de otra alternativa, le ofrecí, por lo menos, el consuelo de medir con exactitud su desconsuelo. Cronómetro en mano me dispuse a averiguar cuanto era lo que separaba a Federico de esa gloria a la que ambos lo sabíamos destinado.
Al final, todo es culpa de esos cinco segundos. Si en lugar de eso hubieran sido cinco minutos, o, al menos, dos. El tipo hubiera terminado por resignarse a usar su ingenio de efecto retardado en alguna actividad inofensiva, como la escritura creativa o las charlas de café. Pero no. Eran cinco puñeteros segundos. Aquello ni de lejos parecía un obstáculo insalvable.
Luego vinieron esas ideas perniciosas de las que hemos hablado. En este caso se trata de esas filosofías vitales ramplonas, típicas de libro de autoayuda, que pueden resumirse en un par de frases: “Si le echas ganas, puedes lograr todo lo que te propongas” y “La práctica hace al maestro”.
Armado con mi fe, el cronómetro que mi abue usaba para hacer pasteles, y estas premisas ready-made que mi padre aprendió en un seminario de ventas, el Fede se decidió a intentar lo imposible. ¡Sí! Ahí está su cochina solución al “misterio”: Aquello no fue más que una desafortunada mezcla de casualidad y buenas intenciones. Es, como les había dicho, una verdad absolutamente convencional que de ese material está pavimentado el camino al Infierno.
Continuará en nuestro próximo número
A quienes conocimos en su juventud al tristemente célebre Federico Nasser, alias el Lobo, nunca se nos hubiera ocurrido pensar que iba a acabar siendo un matarife a sueldo. Si alguien hubiera sugerido la posibilidad, nos habríamos muerto de la risa.
Antes de volverse un pájaro de cuenta, el Fede, pues así lo conocíamos todos los chiquillos del vecindario, era un niño taciturno, esmirriado y narigón; que creció educado con extremada rigidez por una tía solterona. Doña Marta- una mujer más agria que un limón- lo traía todo el día pegado a sus faldas y, como un vampiro, se encargó de succionarle toda la alegría.
Ya después, de adolescente, el Fede logró zafarse de las enaguas de su tía sólo a costa de convertirse en un pajarraco huraño, con una mata desordenada de guedejas castañas, que andaba arrastrando los pies, mirando a la gente detrás de un par de gafas negras de pasta con una cara de perpetua sorpresa y desconfianza, como si las personas fuésemos acertijos que no lograba descifrar. Aquello bastó para alejar de su lado a todos salvo a los mas tenaces. Entre los que tuve el dudoso honor de contarme.
Creo que de no ser por lo que se hizo de él, la mayoría de la gente lo hubiese olvidado. Parecía tan poca cosa y estaba siempre tan callado el cuate, que solía pasar desapercibido. Ahora, cuando ha salido a la luz por donde lo llevaron los caminos de la vida, se ha armado tremendo relajo tratando de explicar como pudo ser que el “bueno” del Fede terminara siendo el lugarteniente del Güero Hernández. Pero, contrario a lo que la memoria le dice a la gente del barrio, el tipo nunca fue un pusilánime o un estúpido. Que es, como todos sabemos, lo que se quiere decir realmente cuando se llama “bueno” a alguien, usando ese tono mezcla de conmiseración y desprecio. Me consta que cuando era joven nunca fue digno de ninguno de esos dos sentimientos. Y ahora, cuando realmente se justificaría sentirse así respecto a él, el mundo en general parece admirarlo.
¿Qué puedo decirles? Ante esas cosas yo suelo echarle la culpa a la naturaleza humana, y aparto la vista. No es la estrategia más honorable, lo sé, pero es que, a mis cuarenta y tres años, hace un rato largo que dejé de intentar cambiar al mundo. Ahora me limito a intentar que el mundo no me cambie demasiado a mí. Así que, primero que nada, me gustaría explicar porque he decidido hacer justamente lo contrario de mi norma de mirar a otro lado.
Déjenme decirles que no he saltado a la palestra para granjearme los cacareados quince minutos. Para nada. Considerando lo que pasa por fama en esta época de TV dizque “real” y de “celebridades” a las que hay muy poco que celebrarles, yo paso. No es sólo que no comulgue con ese credo de que no hay tal cosa como la mala publicidad. Es que a mí me educaron a la antigüita, y me da mucho asco eso de andar exhibiendo las vergüenzas, con la idea de que es mejor dar lástima a ser ignorado. Debo confesar que una de mis plegarias favoritas es precisamente esa: -Señor, por favor, ignórame.-
Además, pa’ colmo, mi historia no podría entrar por el aro de las falsas realidades de mucho relumbrón. Comenzando porque, al contrario de muchos que andan por ahí clamando que lo conocieron para hacerse famosos por asociación, yo realmente conocí a Federico. Y terminando porque la poca luz que yo puedo arrojar respecto a lo que los diarios llaman el “misterio” de su vida, no es muy brillante. Lo que yo voy a revelar no es el hilo negro ni el agua hervida. Hasta podría llamarla una verdad insignificante, a fuerzas de lo convencional que es, si no le hubiese costado la vida a una de las personas que, en su momento, quise.
Tampoco me mueve la intención de salvar a nadie de seguir los pasos del Fede. Me queda claro que su caso es tan singular, como para no resultarle útil a nadie, salvo en calidad de anécdota. Y si estoy dispuesta a contarlo es porque, al ver la cantidad de estupideces que se han escrito al respecto, me he sentido terriblemente emputecida, expresión que usa una amiga para nombrar a ese estado de cólera asesina que hasta Cristo tuvo al ver a los mercaderes meándose en el templo. Y es que, ver reducida la vida de mi amigo de la infancia, y la mía de refilón, a un chiste… La neta, sí emputece. ¡Carajo! Si hasta Doña Marta, que siempre se ha dado sus ínfulas de gran dama, anda viendo que saca del teatrito.
Ahora que, tampoco vayan a creer que quiero convertirme en el ángel vengador de un pobre corderito vilipendiado. Hubo un tiempo en que, además de ser su vecina, fui la mejor amiga –por no decir la única- de Federico. Pero de eso hace un rato. Y no seré yo la que niegue que el tipo acabara por convertirse en un cabrón hecho y derecho.
También debo admitir que yo, como los demás, sólo me he puesto a desempolvar mis recuerdos del Fede después del incidente. Hace un rato que procuraba no pensar en él. Verán, se podría decir que yo también fui una de sus víctimas, si bien ni me torturó, ni me violó, ser testigo de su caída me despojó de la poca inocencia que me quedaba. En fin, que no lo culpo, como dice el nombre de su revista: Así es la vida. En realidad no hay vírgenes, el mundo se encarga de jodernos a todos. Que el Fede fuera el agente fue purita circunstancia. Igual pudo haber sido otro cualquiera. No hay nada especial en ello. Y si algo quiero rescatar de esta debacle, es que Federico fue una persona excepcional, en el mejor de los sentidos. Un genio ignorado que, a falta de un mejor cause para sus talentos naturales, erró el camino.
Con su muerte el mundo no sólo ha perdido un asesino –lo que, por muy bueno que digan que fuera, la mera verdad, sería más bien una ganancia, porque poca falta le hacen al mundo los predadores eficientes.- Sino que ha perdido a una de las mentes más agudas e ingeniosas que ha visto nacer este siglo o cualquiera. Aunque usted no lo crea, este hombre hubiera puesto a temblar hasta al Fénix de los Ingenios. Sin temor a exagerar les digo que, si hubiese quedado constancia de ese talento, los sonetos de Quevedo serían agua de borrajas.
Habrá quien piense que no soy nadie para emitir tamaño juicio. Y no se lo disputo. Pero es que hasta yo, siendo una niña ignorante, me pude dar cuenta de ello. También sé que a todos esos Santos Tomases que andan por ahí les resultará difícil creerlo, no existiendo más prueba de ese talento que mi palabra. A ellos les digo parafraseando a Borges: No se debe juzgar al árbol por sus frutos, ni al hombre por sus obras. Los hechos no nos expresan cabalmente.
Y es que en esto del ingenio, los frutos del Fede siempre se quedaban a medio madurar. Aquí llegamos a quid. Al centro del angst de Federico. Todo se reduce a cinco segundos. Sí, cinco segundos nomás. En los que la mente del pobre se quedaba en blanco. Porque, para su desgracia, su ingenio era de ese tipo que los alemanes llaman treppenwitz y los franceses l’esprit de l’escalier. Sí, de ese ingenio malditamente impuntual que aparece unos instantes después de que nos hubiera sido útil –cómo un caballo cojo que llevase un indulto.- Y que nos hace pensar: -¡Carajo! Le hubiera dicho…-
Si sus Góngoras se hubieran sentado en sus tabernas remoloneando con un par de copas y un par de putas, en lo que él tenía tiempo de componer una respuesta, otro gallo le hubiera cantado. Si ese hubiera sido el caso, su mente, fuente inagotable de respuestas contundentes y afiladas, se hubiera impuesto contra la de cualquiera. Lo que selló su infortunio fue que ahora ya nadie remolonea en ningún lado. Si uno pausa, por ejemplo, en el proceso de atragantarse, los camareros miran el reloj con ojos de pistola. Y hasta las putas cobran por hora. A Fede le tocó vivir en la era de la insatisfacción inmediata, donde el lema de los tiempos reza: “aprieta un botón y obtendrás todas esas porquerías que hasta hace dos segundos ni querías, ni necesitabas.”
Los duelos de letrillas estaban muy bien en el Siglo de Oro. Pero este es el siglo de la “interactividad”. Término particularmente irónico, dado que la interacción real entre las personas está más muerta que dios. Eso requiere tiempo, y en esta época el agua de la clepsidra se fuga por un agujero de bala. Nadie dispone de unos segundos para pensar lo que dice. Por eso triunfa tanto animal que abre la boca sin conectar la lengua al cerebro. Entre los millares de ríos que alimentan el mar de la desinformación, sólo el que grita más fuerte las obviedades de siempre tiene oportunidad de ser escuchado. En medio de esos duelos de sordos y mudos, cinco segundos bastan para que el rival abandone el patio de la escuela, y al perdedor sólo le quede el eco de las risas y el escarnio. Condenado por ese fatal desfase, Federico terminó siendo un hombre de muy pocas palabras. Al menos de labios para afuera.
Ese talento sin cause fue lo acabó por emponzoñarlo, como decía mi abuelita, lo que no se usa se pudre. Las frases zumbonas y certeras se le iban acumulando en la sesera, y ahí se quedaban. Porque, por esa mezcla de delicadeza y orgullo que tiene todo maestro respecto a su arte, jamás se hubiera atrevido a usar una frase inventada en un momento para sacar al buey de la barranca en otro. Ese es un recurso de mediocres. Y, ni en sus peores momentos, fue Federico un mediocre. Tenía todo el derecho del mundo a sentir el orgullo del maestro, pues eso se hizo a sí mismo, con la diligencia con la que sólo los que descubren su vocación muy jóvenes pueden hacerlo.
Ha llegado la hora de las confesiones, mi abuela es la responsable de esa toma de conciencia temprana. Pocos vicios tenía la señora, pero el que tenía lo llevó a extremos de perversión innombrables. Cinéfila irredenta, siempre tenía una película para cada ocasión. Y el día que el Fede llegó a mi casa bañado en lágrimas porque un bruto le había llamado Ciro Peraloca, la buena señora, mirando de reojo su nariz y sus gafotas, lo hizo ver la de Cyrano de Bergerac.
Siendo justa con mi abue, su intención había sido ayudarle a sobrellevar su “cruz” con cierta dignidad. La mujer había aguantado la suya -el borracho de mi abuelo- con una resignación impresionante por más de 20 años, así que no hubiera estado feliz de saber que al final el Fede se había decantando hacia una vida de violencia. Además, ¿quién podría haber predicho el efecto que la película tendría en él? Para eso hubiera tenido que saber cosas que no le contaba a nadie, más que a mí. Yo no soy rajona. Si no mi abue hubiera comprendido el appeal fatal que el personaje podía tener para el pequeño inadaptado. Habría sabido que el Fede tenía panache propio de sobra. Y habría sabido que la trama le pegaba de cerca. Enamorado como estaba de su prima, Cecilia, la idea de que al final el narigón se quedara con la chica, era más de lo que el sano escepticismo a los cuentos de hadas que desarrollamos todos los huérfanos podía resistir.
Ahora, en defensa del Fede, con seis años, apenas si habíamos renunciado a la ilusión de los Reyes Magos, nadie hubiera podido pedirle que se quitase la venda de los ojos y se diera cuenta que eso de quedarse con la chica en el momento de su muerte era, a lo más un premio de consolación bastante chafa para cerrar la historia con final medio-feliz.
No hay peor ciego que el que no quiere ver. Y el amor, todos lo saben, es re-ciego. Yo, por ejemplo, tenía la misma edad, pero era capaz de razonar que Cyrano había hecho bien en estirar la pata. Como todos los buenos poetas el güey sabía la importancia de tener la última palabra. A mí me quedaba claro que si no se hubiera muerto tan a tiempo, la monjita no hubiera sido capaz de hacer la vista gorda a tanta nariz y llegar a algo más que un: -Ah, ¿son tuyos los poemas? ¡Pero que chulo escribes, primo!- Además, ¿De veras la Roxana no se dio cuenta de que le dieron gato por liebre? ¿Qué? ¿Era pendeja o se hacía?
Claro está que nuestros puntos de vista eran antípodas. A mí el escepticismo me convenía. Cecilia, la prima del Fede, me caía como patada de mula. La tipa era todo lo que yo odiaba, con sus vestiditos de holanes color pastel, sus trencitas rubias, y su hipersensibilidad que la llevaba a repudiar todo lo que no fuera “tierno” o “bonito”.
Durante mi niñez, fui una feminista recalcitrante. Y no porque mi familia fuera particularmente progresista. Fue más bien por un mecanismo de defensa. Mi abue, cuidando una casa y a siete chamacos, no andaba sobrada de tiempo para hacerme trenzas. Soy la cuarta de siete hermanos, todos los demás son varones. Mi madre murió después de dar a luz a Quique, el benjamín. Antes de jubilarse mi padre era un agente viajero al que apenas veíamos. Era más fácil cortarme el pelo al estilo pajecito. Tampoco andábamos sobrados de dinero. Era más práctico que heredara los mismos pantalones y las mismas camisetas que heredaron todos. Con esa pinta, hasta a mí se me olvidaba quien era.
Aprendí a patear un balón, escupir, maldecir y a sonarme a un cristiano al parejo que los demás. Para cuando llegué a la pubertad, y al despistado de mi padre le cayó el veinte de que yo no era un varón, ya no había nada que hacer: de niña ya me quedaba poco y había pasado la infancia siendo un marimacho. Así que, para no sentir envidia o crearme un conflicto de identidad, las nenas típicamente “femeninas” me daban nauseas.
Con los niños de todo tipo no tenía ningún problema. La mera verdad, a pesar de su pinta de pajarraco, el Fede me gustaba para algo más que amigo. Pero todos mis intentos de hacerle ojitos –siguiendo los consejos de una revista escamoteada al armario de mamá- habían topado con pared. De hecho, al principio el Fede creía que yo era bizca. Así que me resigné a ser su cuate y a despreciar a Cecilia a la distancia.
Dado el conflicto de intereses, cuando me di cuenta que el Fede comenzaba a obsesionarse con la idea de ganarse a Cecilia a punta de ingenio, opté por cerrar el pico. Craso error, acaso hubiera podido salvarle si hubiera tenido los pantalones de decirle mi opinión. Que ahora, con el tiempo y la distancia, me doy cuenta, no andaba tan errada. A la Ceci lo del ingenio le venía valiendo madres. Era más bruta que un poste. No lo hubiera reconocido ni aunque Fede hubiera logrado externarlo.
Normalmente soy un perico, así que al tipo comenzó a mosquearle el que a ese respecto fuera yo como una tumba. Fue ahí cuando cometí mi error más grave. Lo que hice fue mucho peor que no hacer nada. Como todo el mundo sabe, los patios de las escuelas son el último reducto de los duelos verbales. Y ahí donde el Fede debería haber triunfado, era donde conocía, las más de las veces, las más amargas derrotas. Aquello me resultaba insoportable. Tanto por un elemental sentido de justicia, como por mi lealtad para con él. Así que me convertí en su fan. Después de los intentos infructuosos para impresionar a Ceci y enfrentar a sus detractores, cuando el Fede decía: -¡Chinitas! Le hubiera dicho….- Yo lo miraba con ojos de adoración suspirante y decía: -¡Eso hubiera estado chidísimo!- Máximo elogio que podíamos concebir.
Así acabó el Fede por convencerse que el ingenio era verdaderamente el camino al corazón de todas las damas. Porque, a pesar de mi pinta de marimacho, para él siempre fui una dama. Cosa que, la neta, le agradezco desde el fondo de mi alma. Quizá por mi carácter tan fuerte o por mi educación no convencional, a lo largo de mi vida, pocos hombres han sabido hacerme sentir una mujer.
El resto lo hizo el mundo y sus demonios. Y miren que la moda de echarle la culpa a la sociedad por cada criminal que anda suelto por ahí, me parece repulsiva. Todos tenemos nuestra historia triste, pero no todos nos convertimos en bodrios antisociales. Aunque, lo admito, hay parte de verdad en ella. Por ahí circulan cantidad de ideas erradas envenenando la mente de los jóvenes, y claro, a algunas víctimas han de cobrarse.
La adolescencia es un periodo particularmente vulnerable para que esto suceda. Es este momento cuando comienzan a alimentarle a uno una bola de “ideas adultas” con las que uno no sabe buenamente que hacer.
Cuando cumplí trece años, gracias a un microscopio MiAlegria, descubrí el método científico. Para mí aquello tuvo el efecto de una revelación. A partir del Caos habíase hecho la luz. El mundo se abría ante mí como un catálogo de fenómenos cognoscibles que era posible medir, categorizar y explicar en términos de sus relaciones de causalidad. Mi recién descubierto fanatismo fue el empujón que el Fede necesitaba.
Si a esto le añadimos el cóctel hormonal que nos circula por el cuerpo a esas edades, tenemos la receta perfecta para el desastre. Después de una vida de suspirar inocentemente por Ceci, sus pensamientos para con su prima se estaban volviendo menos castos de lo que el amor cortés demanda. De hecho, el asunto de lograr la rendición de la plaza comenzaba a adquirir un matiz de urgencia que no había tenido antes. Federico ya no se sentía capaz de esperar a espirar en sus brazos para obtener algún tipo de satisfacción. Y la mochería de su tía no le dejaba el recurso de obtenerla vicariamente con alguna furcia de revista porno.
Aunque yo juraba y perjuraba que mis propios sentimientos románticos por el Fede estaban muertos y enterrados, no soportaba verlo sufrir. A falta de otra alternativa, le ofrecí, por lo menos, el consuelo de medir con exactitud su desconsuelo. Cronómetro en mano me dispuse a averiguar cuanto era lo que separaba a Federico de esa gloria a la que ambos lo sabíamos destinado.
Al final, todo es culpa de esos cinco segundos. Si en lugar de eso hubieran sido cinco minutos, o, al menos, dos. El tipo hubiera terminado por resignarse a usar su ingenio de efecto retardado en alguna actividad inofensiva, como la escritura creativa o las charlas de café. Pero no. Eran cinco puñeteros segundos. Aquello ni de lejos parecía un obstáculo insalvable.
Luego vinieron esas ideas perniciosas de las que hemos hablado. En este caso se trata de esas filosofías vitales ramplonas, típicas de libro de autoayuda, que pueden resumirse en un par de frases: “Si le echas ganas, puedes lograr todo lo que te propongas” y “La práctica hace al maestro”.
Armado con mi fe, el cronómetro que mi abue usaba para hacer pasteles, y estas premisas ready-made que mi padre aprendió en un seminario de ventas, el Fede se decidió a intentar lo imposible. ¡Sí! Ahí está su cochina solución al “misterio”: Aquello no fue más que una desafortunada mezcla de casualidad y buenas intenciones. Es, como les había dicho, una verdad absolutamente convencional que de ese material está pavimentado el camino al Infierno.
Continuará en nuestro próximo número
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